La sed en California es la evaporación global

En su informe de prospectiva de 2015, la Agencia Europea del Medio Ambiente sitúa la lucha por el agua como uno de los nuevos focos de tensión mundial en las próximas décadas. La agencia estima que para 2050, el 70% de la población mundial vivirá en grandes metrópolis, cuyos gobernantes tendrán que gestionar el estrés social que causará la escasez de recursos básicos. El agua será —lo es ya en muchos lugares— uno de ellos. La batalla que estos días se libra en California (Estados Unidos) por el reparto del agua ilustra bien sobre cómo pueden ser las batallas que se avecinan en un escenario de cambio climático.
Cuatro años de sequía han llevado al órgano regulador del agua a aprobar restricciones sin precedentes que obligan a las ciudades a reducir un 25% el consumo respecto del año anterior, lo que ha abierto un agrio debate. En California, restringir el agua supone rebajar el nivel de confort de una de las sociedades más avanzadas y ricas del mundo, capaz de construir un vergel en zonas donde solo había paisajes desérticos. La vista aérea de Palm Springs, por ejemplo, muestra una sucesión de grandes mansiones con piscinas y jardines enormes, rodeada del más seco de los desiertos. Las limitaciones ambientales han podido ser sorteadas hasta ahora gracias a la construcción de grandes canales que permiten trasvasar a la costa el agua que se almacena en las lejanas montañas del norte. Pero este invierno tampoco ha nevado, las reservas están bajo mínimos y las costosas conducciones ya no garantizan el caudal necesario.
Lo que ocurre en California revela lo complicado que resulta retroceder en ciertos hábitos apelando a la conciencia colectiva. El gobernador del Estado pidió en 2014 a ciudadanos y empresas que redujeran voluntariamente el consumo en un 20%. Un año después, el ahorro apenas llega al 9%. Fracasada la voluntariedad, las autoridades no han tenido más remedio que pasar a la constricción. Pero tampoco esta resulta fácil de aplicar. De entrada, el suministro está en manos de más de 400 agencias locales y como la rebaja exigida no es lineal, los diferentes agentes se han enzarzado en una pugna por ver cuánto tiene que reducir cada uno. Además, las restricciones solo afectan al consumo urbano, pero el 80% del agua se utiliza para regadíos, lo que ha suscitado otro debate sobre cómo deben repartirse las cargas de la crisis hídrica.
La lectura positiva es que este episodio contribuye, mejor que cualquier informe, a que ciudadanos y autoridades tomen conciencia de lo que representa el cambio climático. Mientras este se reduzca en el imaginario colectivo a una sucesión de gráficas sobre un panel, la verdad incómoda que contienen apenas perturbará a quienes basan su confort en un consumo excesivo —a veces despilfarrador— de recursos naturales. Pero percibirlas como una amenaza cierta e inminente cambia las cosas. California se ha comprometido por fin a reducir de aquí a 2030 las emisiones de efecto invernadero un 40% sobre las cifras de 1990. El problema es que muy probablemente eso ya no sea tampoco suficiente.
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